¿Y si “La Quintrala” no fuera culpable?: con ustedes, el Neuroderecho

La referencia del título es al proceso penal, de gran notoriedad en Chile, de María Soledad Pérez, “La Quintrala”, a quien originalmente se le acusaba del homicidio de Diego Schmidt-Hebbel, y que ahora suma la muerte del ex marido, del vecino, del perro y el gato, el hecho de ser mala madre, el trato grosero a parientes, el haber sido una niña desobediente y el de robar dulces en el negocio de la esquina en su infancia.

Pero les he engañado y ese no es el tema de fondo, aunque está directamente relacionado.

Yo creía presuntuosamente que me dedicaba a cuestiones jurídicas de avanzada, pero hoy he descubierto que me he quedado corto ante un mundo nuevo: la relación entre Neurociencia y Derecho, explicada  por el médico argentino y profesor de la Universidad de Buenos Aires Ezequiel N. Mercurio, en el Magíster en Criminología y Justicia Penal de la Universidad Central.

Partiré diciendo que la neurociencia se dedica al estudio del cerebro y su funcionamiento utilizando herramientas de la biología, la genética, las neuroimágenes, la neurología, la psiquiatría y la psicología para comprender el funcionamiento normal y anormal del cerebro.

Tuvo un decidido impulso en 1966, hito marcado por el caso de Charles Whitman, quién se subió a la torre del reloj de la Universidad de Austin (Texas), y provisto de varias armas de largo alcance mató a 14 personas e hirió a 32, inaugurando los festines homicidas que periódicamente transmiten CNN y otras cadenas noticiosas.

Whitman provenía de una familia disfuncional, como muchas otras, pero había sido un buen estudiante, boy scout, monaguillo y también un marine responsable, y era muy apreciado por su entorno.

Pero, tal como escribió en sus cuadernos, desde hace algún tiempo venía soportando un fuerte deterioro psíquico con implicancias físicas, y deseaba que después de su muerte (porque asumía el suicidio) se estudiara su cerebro y se investigara porqué había comenzado a tener recurrentemente ideas extrañas, incontenibles ataques de ira y fuertes dolores de cabeza.

Abatido por la policía, se le hizo una autopsia que permitió descubrir un glioblastoma multiforme (un tipo de tumor) que comprimía la amígdala cerebral, que es la zona base del sistema límbico, es decir de la parte del cerebro que controla la ira, la agresividad y las emociones.

La relación entre lesiones cerebrales, particularmente en el lóbulo frontal, y el comportamiento ha sido estudiado desde el siglo XIX (un hito es el caso de Phineas Gage), pero al año de la matanza de Texas no existía la tecnología que permitiera “ver” dentro de los cerebros, salvo con taladro y serrucho.

Creo que de haber sido capturado vivo, hoy no se tendría mayores problemas en declarar la inimputabilidad de Whitman, dado que las tecnologías permiten “ver” el tumor que alteró gravemente la percepción, el conocimiento, el sentido de la gravedad y la culpa, el juicio y el control y ejecución de las conductas, y demostrar este hecho ante un tribunal.

Los tumores puede evidenciarse a través de neuroimágenes estructurales (una “foto” del cerebro), como la tomografía o la resonancia magnética, o de neuroimágenes funcionales (“fotos” del cerebro en funcionamiento) como el SPECT, el PET o la fMRI, e incluso las alteraciones que se detecten a través de un electroencefalograma.

Las siglas de estas tecnologías no son lo importante, sino otra cuestión que es todo un vuelco para el Derecho Penal: a través de las neuroimágenes realizadas en psicópatas se ha detectado de manera muy significativa que sus cerebros, carentes de lesiones, presentan alteraciones funcionales. No hay causa aparente, pero el hecho es que independientemente de la voluntad del sujeto, funciona mal la forma en que reciben información del mundo y de la manera en que deben comportarse y tomar decisiones o comprender su entorno social. Hoy son considerados y juzgados como “normales”, esto es, como si la psicopatía fuera un modo de ser de las personas y no una anomalía.

Con este descubrimiento de la neurociencia las bases de la imputabilidad penal, de la aptitud de la persona para responder de los actos que realiza, rechinan groseramente, pues la libertad y libre albedrío de los psicópatas, aparentemente son una ilusión.

¿Cuál es la pena para un cerebro enfermo?, se preguntaba Ezequiel Mercurio en su conferencia. ¿Puede cambiar el Derecho Penal a la luz de la neurociencia?.

Y es lógico preguntárselo, pues si las cosas son así hemos errado gravemente: por años se han mandado ingentes cantidades de personas a la cárcel, cuando en realidad debieron ir a una institución psiquiátrica, independientemente de que reciban penas atenuadas en casos de baja imputabilidad.

Esta no es la única aplicación posible de la neurociencia, pues ha desentrañado aspectos ignorados de la cognición y emoción humana, además de abrir nuevos horizontes sobre la pena y el tratamiento de algunos delincuentes.

También tiene otras dimensiones más prosaicas y experimentales: el rol de la memoria y la detección de mentiras.

Explico: la neurociencia (o neuroderecho, en sus proyecciones jurídicas) es capaz de detectar que recuerdos incrustados en la memoria de las personas son falsos, como cuando la gente prefiere contar o creer una versión diferente de los hechos, y con el paso del tiempo termina esa versión falsa reemplazando a la verdadera. Es decir, puede detectar la falsedad de una versión aun cuando la persona crea “de corazón”, que esa es la verdadera.

Pero claro, como les dije al principio, es un mundo nuevo, con proyecciones y límites sin determinar. Lo he dicho antes y lo repito: miente quien dice que en Derecho todo está escrito, pues nunca antes las fronteras estuvieron tan abiertas como para, sacudiéndose de prejuicios y paradigmas, aportar a la construcción del Derecho desde la innovación.

CARLOS REUSSER M.
Consejero ICDT

 

 

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